En México, la posibilidad de que una persona ascienda en la escala social sigue siendo limitada. La movilidad social, entendida como la capacidad de una persona para mejorar su situación socioeconómica respecto a la de sus padres, es uno de los mayores retos que tenemos en el país. Es importante ponerle atención a este problema porque está muy relacionado con el desarrollo económico y la estabilidad social.
Recientemente el Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), con base en su Encuesta ESRU de Movilidad Social en México (ESRU-EMOVI), dio a conocer información muy interesante sobre esta realidad en México. De acuerdo con datos del estudio mencionado, cerca del 74 por ciento de las personas nacidas en los hogares más pobres no logra salir de esa condición a lo largo de su vida.
Es decir, solo 2 de cada 10 personas en el estrato más bajo logran llegar a un nivel de ingresos o bienestar significativamente mejor que el de sus padres. Y por el contrario, quienes nacen en los hogares con menores ingresos, tienen una alta probabilidad de mantenerse ahí. En otras palabras, México es un país en donde naces, vives y mueres en la misma cuna.
México, está entre los países de América Latina con peores indicadores de movilidad intergeneracional. Según un informe de la OCDE del 2018 “A Broken Social Elevator?”, se estima que una persona nacida en una familia de bajos ingresos en Dinamarca o Canadá necesita entre 2 y 4 generaciones para alcanzar el ingreso medio.
En México, una persona que nace con niveles bajos de ingreso necesitará hasta 6 generaciones, en el mejor de los casos para que sus descendientes alcancen el nivel de ingreso promedio en el país. Esto quiere decir que, si hoy naces en un hogar pobre, los bisnietos de tus bisnietos podrán alcanzar el nivel de ingreso promedio del país, si las condiciones no cambian.
Otra reflexión importante es que, considerando que en el país cerca del 40 por ciento de la población vive en pobreza, podríamos estimar que la gran mayoría de estas personas seguirán siendo pobres en los próximos 20 años.
Ahora bien, ¿qué factores pueden estar impidiendo la movilidad social en nuestro país? De acuerdo con los análisis y resultados de los estudios antes mencionados, podemos concluir que hay tres grandes factores, estos son: desigualdad estructural, baja calidad educativa y el mercado laboral informal.
Primero, la desigualdad de origen. México es uno de los países más desiguales de la OCDE, y la distribución inicial de recursos —educación, salud, vivienda, contactos sociales— está profundamente estratificada.
De acuerdo con el estudio del CEEY, la movilidad social entre dos generaciones es mucho más limitada en los estados del sur-este del país que en los estados del norte y noroeste. En los estados del sur y sureste, el 64 por ciento de las personas de la segunda generación que nacieron pobres, se mantienen pobres, mientras que en los estados del norte y noroeste (frontera con Estados Unidos) solo el 37 por ciento se mantiene en pobreza después de una generación.
Segundo, la educación. Aunque en las últimas décadas se ha incrementado de manera sustantiva el acceso a la educación básica, la calidad de la misma sigue siendo un gran reto, y la educación superior, que es uno de los principales motores de movilidad social en otros países, en México está aún concentrada en las clases medias y altas. La EMOVI del CEEY señala que solo el 10 por ciento de los jóvenes del estrato más bajo logra concluir estudios universitarios. La educación pública de baja calidad, combinada con un sistema privado segmentado y costoso, reproduce las brechas de origen.
Tercero, el mercado laboral. La alta informalidad —que afecta a más del 50% de los trabajadores en el país— limita el acceso a empleos bien remunerados, con prestaciones, seguridad social y posibilidades de crecimiento profesional.
Muchos jóvenes egresados de la universidad enfrentan un mercado laboral precario, donde el esfuerzo y la formación no siempre se traducen en mejores ingresos o estabilidad económica. Esta desconexión entre educación y trabajo puede estar reforzando el desencanto social y la percepción de que “el esfuerzo no paga”.
No tengo duda de que la movilidad social es un componente esencial del desarrollo inclusivo y sostenible, y también un componente indispensable para la satisfacción social y el involucramiento cívico. Si la sociedad no siente que tiene oportunidades (en sus años de vida) para alcanzar mejores condiciones de bienestar, difícilmente será una sociedad comprometida e involucrada.
Un país con alta movilidad social aprovecha mejor su talento, reduce tensiones sociales y fortalece la cohesión social. Por el contrario, cuando las personas perciben que no importa cuánto se esfuercen porque su destino está predeterminado, crecen el cinismo, el resentimiento y la desconfianza en las instituciones.
Yo creo que la movilidad social puede fomentarse con mejores políticas públicas, pero no con políticas asistencialistas de un Estado de Bienestar. Es indispensable, por ejemplo, incrementar la educación de calidad en la primera infancia, mejorar nuestro sistema de salud, crear condiciones que produzcan oportunidades de desarrollo en zonas menos favorecidas, fomentar la creación de empleos formales y promover una cultura de meritocracia.
Si dejáramos de gastar y tirar el dinero en “elefantes blancos” como en la Refinería Dos Bocas, El Tren Maya, AIFA, Mexicana de Aviación, y en el gasto social indiscriminado que no sabemos si está teniendo algún impacto positivo o no, podríamos reorientar de mejor manera esos recursos a crear condiciones reales para que se conviertan en una plataforma de movilidad social.
Creo que promover un país donde el origen no determine el destino es, quizá, uno de los desafíos más profundos de nuestra democracia.