Nuestras ciudades se han convertido en un caos cotidiano. El crecimiento poblacional –especialmente en regiones industriales– ha ejercido una presión insostenible sobre el entorno, lo que se traduce en más tráfico, mayor contaminación y un deterioro general de nuestra calidad de vida.
De acuerdo con el Global Traffic Scorecard 2024, elaborado por la consultora INRIX, Monterrey ocupa el lugar 63 a nivel mundial en congestión vial, con un promedio de 51 horas perdidas al año en atascos de tráfico.
Por su parte, el índice de calidad del aire de IQAir revela que, durante 2024, la mayoría de los municipios de la zona metropolitana de Monterrey superaron entre 3 y 5 veces los niveles permitidos de contaminantes como las partículas PM2.5.
En muchos centros urbanos, el crecimiento se ha dado hacia la periferia, lo que ha incrementado la necesidad de desplazamientos cada vez más largos hacia los centros de trabajo y actividades de ocio.
Este patrón retroalimenta el círculo vicioso de congestión vial y contaminación, y evidencia la insuficiencia de la infraestructura de transporte público. Crecer hacia la periferia tiene altos costos: exige traslados más prolongados, demanda servicios en zonas previamente no urbanizadas y destruye espacios naturales como bosques y áreas verdes.
Frente a este caos, han surgido propuestas que, si se consideran de forma aislada, pueden convertirse en meros espejismos. Tal es el caso de los autos eléctricos. ¿Son realmente una solución a las presiones socioambientales que enfrentan nuestras ciudades? Existen varias razones para dudarlo.
La transición ecológica ha impulsado el desarrollo, la producción y la venta de autos eléctricos, principalmente por la reducción de emisiones directas que presentan en comparación con los vehículos de combustión interna. No obstante, su impacto no debe evaluarse solo por las emisiones directas, sino también por los costos ambientales y las externalidades asociadas a su producción, uso y desecho.
En primer lugar, es fundamental considerar las fuentes de energía eléctrica que alimentan a estos vehículos. En México, la generación eléctrica depende mayoritariamente de combustibles fósiles, lo que implica emisiones significativas desde el origen.
Además, la fabricación de baterías y otros componentes de los autos eléctricos requiere un uso intensivo de recursos como agua y minerales críticos, muchos de ellos extraídos de zonas en conflicto o bajo condiciones de explotación laboral infantil, como ocurre en las minas de cobalto del Congo. También debe contemplarse el impacto ambiental del desecho de baterías al final de su vida útil. Finalmente, no hay que olvidar que los autos eléctricos, al igual que los de combustión, generan tráfico y consumen grandes cantidades de espacio urbano.
No quiero ser malinterpretado, los autos eléctricos pueden contribuir a reducir emisiones, pero solo si la electricidad que los alimenta proviene de fuentes renovables y si su uso forma parte de un plan integral que retire del centro de la movilidad urbana al automóvil particular.
En este sentido, no deben considerarse una solución en sí mismos, sino una herramienta dentro de un conjunto más amplio de soluciones que prioricen el transporte público y la movilidad alternativa.
El crecimiento urbano ha superado la capacidad de expansión y mejora de la infraestructura de transporte público. Para que un plan integral de movilidad funcione, las ciudades deben rediseñarse con base en el incremento de la densidad en zonas céntricas, fomentando entornos donde la vida cotidiana se desarrolle a pocos kilómetros de casa. La mayor densidad permite, además, que el transporte público masivo –como el metro– sea más eficiente y tenga mayor cobertura.
Solo bajo estas condiciones, el uso sensato del auto eléctrico podrá contribuir a la reducción de contaminantes. Transformar el entorno implica costos importantes en el corto plazo a cambio de una mejora sustancial en la calidad de vida en el mediano y largo plazo. Hay que estar conscientes de ello.
El autor es profesor-investigador en la Escuela de Negocios de la Universidad de Monterrey (UDEM). Se especializa en el estudio del cambio estructural y el desempeño económico.