El pasado 15 de mayo venció el plazo para presentar el dictamen fiscal correspondiente al ejercicio 2024. Este documento, elaborado por un contador público inscrito ante el Servicio de Administración Tributaria (SAT), forma parte del marco normativo de la fiscalidad mexicana y ha sido, a lo largo de los años, objeto de diversas interpretaciones, algunas de ellas imprecisas.
El dictamen fiscal nació en 1979 como una medida para fortalecer el control fiscal, su propósito inicial fue apoyar a la fiscalización mediante la participación de contadores públicos externos, reduciendo así la carga de trabajo del SAT.
Tras la reforma fiscal de 2014, el dictamen dejó de ser obligatorio para la mayoría de los contribuyentes y pasó a ser opcional. A partir de entonces, su uso ha disminuido notablemente. Pero lejos de reflexionar sobre su verdadero valor, muchos simplemente lo abandonaron, sin considerar que hoy el SAT cuenta con herramientas tecnológicas de fiscalización mucho más precisas, potentes y automatizadas.
La paradoja es preocupante: el fisco sabe con bastante exactitud dónde está parado cada contribuyente gracias al cruce de datos electrónicos, declaraciones, CFDI, información bancaria, plataformas y más. Mientras tanto, el contribuyente promedio sigue desconectado de su propia contabilidad, confía plenamente en su contador operativo y ha desplazado al auditor, quien podría ser su mejor aliado para anticipar riesgos, identificar errores y mantener un orden financiero-fiscal.
El dictamen fiscal no es una garantía ni una protección automática; nunca lo fue. Se trata de una herramienta técnica, analítica e informativa que permite establecer un canal de diálogo profesional entre el contribuyente y la autoridad. Si bien no tiene efectos jurídicos obligatorios ni limita las facultades del SAT, sí ayuda a detectar inconsistencias contables, corregir omisiones a tiempo y fomentar una cultura de cumplimiento más sólida.
La confusión persiste. Muchos aún no distinguen entre el dictamen como un insumo técnico y lo que sería una resolución con consecuencias legales. Esta falsa expectativa ha llevado a tomar decisiones poco estratégicas, ignorando que el SAT ya no necesita “revisar” para saber, mientras que el contribuyente sí necesita revisar para entender.
Hoy más que nunca, el dictamen debe reconsiderarse. No como una obligación perdida, sino como una opción inteligente en un entorno de fiscalización cada vez más automatizado. Comprender su valor y recuperar el papel del auditor como figura preventiva, no reactiva, podría marcar la diferencia entre el control y el descontrol financiero.
Y voy más allá: la figura del dictamen —es decir, el informe de auditoría— puede y debe evolucionar hacia una herramienta predictiva, aprovechando el potencial de la inteligencia artificial y las tecnologías emergentes del siglo XXI.
Lejos de limitarse a describir hechos pasados, el dictamen tiene la posibilidad de transformarse en un instrumento que anticipe riesgos, identifique patrones de comportamiento fiscal y ofrezca alertas tempranas para la toma de decisiones estratégicas. Integrar análisis automatizados, minería de datos y algoritmos de aprendizaje puede convertirlo en un verdadero aliado del contribuyente moderno, no solo para cumplir, sino para entender, prevenir y planificar.
En una época en la que la información fluye en tiempo real, la mayor debilidad no radica en el SAT, sino en la desinformación del propio contribuyente y en la deficiencia de sus controles internos, muchas veces mal diseñados o inadecuadamente implementados y pocas veces supervisados.
Fortalecer la educación fiscal, comprender los estados financieros y promover el acompañamiento profesional no son solo responsabilidades de los asesores de negocios, sino necesidades estratégicas en un entorno de fiscalización cada vez más sofisticado y demandante.
El autor es Miembro de la Comisión Editorial del ICPNL.
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