Después de una semana de espanto, repleta de la más baja estofa política del nuevo inquilino de la Casa Blanca, el tenis ofreció al mundo una oportunidad para la grandeza: el más bello tenista de todos los tiempos (el mejor, el más ganador, el más grande), Roger Federer, volvió al paladar del Grand Slam al vencer al más intenso, ladrillo sobre ladrillo, el español Rafael Nadal, en un amanecer austral lleno de encanto y heroicidad.
La colección de los grandes (18) ya parece imposible en la biografía del suizo más exquisito, después del chocolate. Cinco de esos galardones sucedieron en Australia, en donde debuta el calendario de los ases. El deporte, una vez más, se sobrepone al clima angustioso y tenebroso en el que con frecuencia se pierde la política internacional. Entre muros, refugiados y apapachos hebreos a la intolerancia (sí, vaya rareza), el juego más caballeroso de todos brinda un espacio para la admiración genuina a la más noble de las tareas, la deportiva.
Pareció que Federer no volvería a sumar Slams. La lesión que le marginó de Río y de un buen tramo de la pista de 2016 hizo pensar en que la carrera del más noble estaba finalizada con ingrata tajada. Pero no. El atleta de la vida se sobrepuso a la edad, esa maleta cargada de desgaste; a la sicología, ese devaneo en el que sucumbió ante Djokovic y ante el mismo Nadal en múltiples finales, y a la historia, el lugar de los bienaventurados, en la que ya tiene aposento, uvas y olivo.
Eterno el suizo que superó la encrucijada del break y en menos de cuatro horas regresó al lugar que se merece: la cima australiana. Lindo domingo 29 de enero, lindos los ojos que han acompañado los senderos de este monstruo de la pista, linda la estancia del entre siglo que miró a Messi, a Jordan, a Schumacher, Bolt, Serena y Federer. El deporte es la sonrisa del hombre; Roger el motivo.