A lo largo de las últimas dos décadas –desde mediados de los 90 hasta la fecha– se ha escrito mucho de lo que la crítica literaria llama narrativa del norte o narrativa de la frontera en un torrente de análisis académicos, aseveraciones, discusiones y polémicas que, por momentos, levanta una especie de cortina de humo que impide contemplar de cerca las obras aludidas. Entre debates acerca de si es legítimo o no hablar de literaturas regionales en un país como el nuestro, tan centralizado, o únicamente de una sola literatura nacional, los narradores nacidos o radicados en el norte de la nación o fascinados por él se han multiplicado, alimentando con sus páginas un imaginario colectivo que se desenvuelve en líneas fronterizas, desiertos, cadenas de montañas, planicies, riberas y urbes populosas donde habitan o deambulan lugareños y migrantes, gringos extraviados e indígenas supervivientes, seres de carne y hueso y espectros surgidos de realidades alternas. Es decir, mientras aún se discute si México y su literatura conforman un bloque compacto, un todo indivisible, los narradores norteños escriben, y al hacerlo, con esa intención o sin ella, plasman las diferencias de lenguaje, de pensamiento, de idiosincrasia, de clima, de paisaje y de atmósfera que demuestran que este país es muchos países, y que cada uno de ellos cuenta con particularidades que lo distinguen de los demás.
Es por ello que entre las intenciones para reunir y publicar Norte. Una antología está la de insistir en las distinciones regionales, tanto en lo que se refiere a los hombres y mujeres que habitan la realidad como a los personajes surgidos de la imaginación de sus creadores, pero también la de enfrentar al lector de modo directo con la obra de los narradores del norte, sin intermediarios, sin discusiones de por medio, sin la supuesta orientación crítica que en ocasiones tan sólo genera prejuicios en quien se acerca a la lectura lleno de curiosidad.
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