Antes del Fin

La estructura invisible del deseo: fama, poder y riqueza

Quien gobierna quiere ser adorado. Quien es famoso quiere tener mando. Quien ya acumula busca moldear el mundo. No porque le falte algo. Sino porque su estatus actual, por más alto que sea, no parece suficiente.

La caída de Napoleón no empezó en el campo de batalla. Comenzó el día en que no pudo imaginarse fuera del escenario. Después de redibujar el mapa de Europa, coronarse emperador y convertir su nombre en leyenda, no bastó. Quiso más —más conquista, más legado, más aplausos—. Cruzó entonces el Rubicón de la dignidad y terminó no en la gloria, sino en el exilio. Dos veces.

La misma frase —“todavía no”— es la que hoy arrastra a políticos que no se van, a millonarios que no sueltan y a celebridades que no soportan el silencio. El problema no es el ego. Es el deseo. Y no cualquier deseo: uno que nunca se apaga, que siempre exige una vuelta más. El deseo mimético no pide. Arde. Consume.

Lo explicó René Girard: no deseamos cosas. Deseamos lo que otros desean. Nuestro anhelo no nace de adentro, sino del reflejo. Es un virus social: vemos a otro escalar, y de pronto, eso que nunca habíamos querido se vuelve urgente. Así funciona el deseo mimético. No se trata de hambre real, sino de apetito inducido. Lo que se imita no es el objetivo, sino la necesidad.

En las altas esferas del poder, de la visibilidad pública y del capital, este deseo adquiere forma estructural. No se trata solo de querer más. Se trata de querer lo que el entorno valida: influencia, exposición, control. Y cada una de estas formas de reconocimiento se convierte en la excusa perfecta para buscar la siguiente.

Quien gobierna quiere ser adorado. Quien es famoso quiere tener mando. Quien ya acumula busca moldear el mundo. No porque le falte algo. Sino porque su estatus actual, por más alto que sea, no parece suficiente. Nadie se ve completo en donde está. Solo desde lo que viene. El aquí nunca basta.

Ese es el corazón del ciclo: no la ambición, sino la ilusión. El espejismo de que lo que sigue —un cargo, una portada, un nuevo proyecto— traerá por fin esa plenitud tan largamente postergada. Pero la cima nunca llega. Porque no está diseñada para llegar. Está diseñada para moverse. Para moverte. Para que nunca puedas parar.

En el México contemporáneo, este patrón no es una teoría. Es protocolo. Lo vemos en el político que vuelve, en el empresario que se vuelve espectáculo, en la figura pública que no sabe callar. No hay pausa. Hay desplazamiento. Y lo llamamos éxito.

Y la confusión ya es total. Tenemos alcaldesas cuestionando a diputadas por no tener suficientes likes, como si la influencia real se midiera por algoritmos. Millonarios que creen poder rediseñar el tablero del poder mundial desde su app o su cohete. Políticos que se esfuerzan más por parecer estrellas de streaming que por construir instituciones. Todos atrapados en el mismo espejismo: si no se ve, no vale. Si no suena, no existe. El resultado es una élite cada vez más expuesta, más contradictoria, más al límite. Más perdida.

El vértigo no viene de la caída. Viene de imaginarse quieto. Para muchos, la verdadera amenaza no es perder lo logrado, sino dejar de figurar. Por eso, cuando el ciclo no se detiene, aparecen los síntomas: decisiones erráticas, excentricidades, abusos de poder. No son anomalías. Son señales de que el juego ha dejado de tener sentido y ahora solo tiene impulso. Ya no se gobierna. Se reacciona. Ya no se lidera. Se exhibe. Ya no se vive. Se repite.

Napoleón terminó en el exilio. Howard Hughes, enclaustrado en su paranoia. Michael Jackson, atrapado en su propia imagen. Elon Musk, girando sin pausa entre empresas, dominios y símbolos. No son advertencias individuales. Son espejo colectivo. Cuando no puedes detenerte, no importa cuánto tengas. Siempre creerás que te falta.

Y cuando la realidad ya no basta, cuando el mundo ya no satisface, el siguiente paso es el delirio. El poder se absolutiza. La fama devora. La riqueza impone su ley. Se deja de buscar sentido y se empieza a buscar control. No del entorno: del vacío que crece por dentro.

Antes del fin

La verdadera autoridad —la que transforma realidades, no solo titulares— requiere algo más que acumulación. Requiere la capacidad de mirar hacia dentro, no solo hacia arriba. La lucidez de entender que no se puede estar en todas partes. Que a veces, el gesto más poderoso… es elegir salir.

No se trata de renunciar. Se trata de reconocer.

De ver dónde estás. De saber por qué sigues.

Y de atreverte, si es el caso, a parar.

Napoleón no supo. Y pagó el precio.

¿Tú sabrás verlo?

Tal vez el verdadero poder sea poder decir, como Amado Nervo:

“Vida, nada te debo; vida, estamos en paz”.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

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