Segundo piso

La crisis de los partidos: cómo pensar su futuro

La idea de partido-movimiento ha sido en muchos países una alternativa de organización atractiva con plataformas partidarias que asumen lenguajes, repertorios y formas de legitimación típicos de los movimientos sociales, sin renunciar a disputar instituciones.

La crisis de representación de los partidos políticos es, a estas alturas, algo más que una constatación sociológica; es el telón de fondo de una mutación profunda en las formas de organización de la vida pública.

La caída sostenida de la afiliación partidista, la volatilidad electoral y la desconfianza hacia las élites tradicionales conviven con un mundo social hiperconectado, donde las causas se enuncian y se hacen visibles con una velocidad que desborda las burocracias y su ciclo ritual de congresos, comités y campañas.

Si esto sucede en Occidente, en México vivimos una recomposición del escenario político: se crean partidos, se relanzan o se coaligan los preexistentes y, en paralelo, una comisión presidencial prepara una iniciativa de reforma político-electoral con nuevas reglas del juego.

La pregunta es: ¿qué forma pueden adoptar hoy los actores colectivos para ser capaces de producir conflicto y cambio? Los partidos del ciclo industrial —centralizados, territorializados y con militancia estable y financiamiento predecible— respondían a sociedades con identidades de clase marcadas, medios de comunicación masivos y lealtades relativamente duraderas.

La realidad del presente es otra: redes dispersas, temporalidades aceleradas, campañas permanentes, liderazgos que emergen de “picos de atención” y plataformas digitales que funcionan como infraestructura de organización y visibilidad.

En ese tránsito, la idea de partido-movimiento ha sido en muchos países una alternativa de organización atractiva con plataformas partidarias que asumen lenguajes, repertorios y formas de legitimación típicos de los movimientos sociales, sin renunciar a disputar instituciones.

Hoy, para ser exitoso, un partido es impelido a reconocer esa discontinuidad y concebirse como una arquitectura flexible, capaz de activar nodos territoriales en torno a causas, de escalar de lo local a lo nacional sin perder capilaridad, de articular alianzas internacionales cuando la cuestión lo exige —fiscalidad global de plataformas, el clima o la migración—.

En estas experiencias, el origen no suele ser una élite partidaria que baja línea, sino la confluencia entre militancias temáticas y espacios de agregación que luego encuentran cauce institucional.

Para un partido tradicional, la identidad se asentaba en categorías sociales relativamente estables. Hoy, la identidad política aparece más relacional: se construye en torno a causas —la justicia climática, la igualdad de género, el derecho a la ciudad, la dignidad del trabajo en economías de plataforma— y a experiencias de privación o exclusión que cruzan estatus y territorios: la interseccionalidad.

Un partido no puede limitarse a hablar en nombre de “su” electorado; debe construir identidades de lucha que reconozcan pluralidad de bases y tramas de solidaridad entre quienes no comparten profesión, origen o edad, pero sí vulneraciones y expectativas.

La decisión analítica es crucial: si el adversario es un gobierno de turno, la estrategia será electoralista; si el adversario es una forma de organizar la sociedad y sus recursos, la estrategia pedirá anudar movilización, disputa cultural y reforma institucional.

Se está obligado a expresar por qué se lucha en términos de modelos culturales: qué necesidades se consideran legítimas, qué futuro energético y productivo se imagina, qué idea de bienestar y de autoridad se propone.

Un partido alcanza su mayor potencia cuando integra un proyecto coherente, evitando las escisiones típicas: identidades sin adversario claro que devienen estéticas impotentes; oposiciones puras que se agotan en el negacionismo; totalidades abstractas que no logran interpelar sujetos concretos.

La crisis de representación mostró un déficit de inteligibilidad: muchas personas no comprenden cómo los cambios prometidos impactan su vida cotidiana.

El partido tiene que aprender del repertorio de los movimientos sociales: formular metas que combinen reformas estructurales con conquistas parciales y simbólicas, que fijen hitos narrativos y creen círculos virtuosos de credibilidad.

Se debe entender, por ejemplo, que la igualdad de género no es un principio vacío; implica presupuestos con perspectiva de género, sistemas integrales de cuidados, protocolos vinculantes contra la violencia.

En clave contemporánea, al final, la batalla es cultural. Allí donde los partidos se abran a ser porosos, donde asuman la conflictividad como condición creativa, donde su morfología se parezca más a una red que a una pirámide y su ideología sea una brújula compartida, es posible que la distancia entre gobernantes y gobernados se acorte.

El objetivo compartido es el mismo: construir mayorías para transformar el mundo común.

Lectura sugerida: “Influencers y comunicación política” de Santiago Casteló y Reinald Besalú, et al (Editorial UOC).

Gracias, LGCH.

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