El miércoles 10 de septiembre, una tragedia estremeció a la Ciudad de México: en la alcaldía Iztapalapa, una pipa de gas explotó de forma repentina y letal, dejando un saldo de 31 muertos. Las imágenes de cuerpos calcinados, casas destruidas y calles llenas de cenizas no solo causan indignación, sino que exigen un análisis más profundo: ¿qué estamos haciendo como país para evitar que estas tragedias se repitan?
Como abogado y como ciudadano mexicano, no puedo quedarme en silencio. Es evidente que existen responsabilidades técnicas y jurídicas que deben estimarse, pero también es claro que el origen de esta catástrofe va más allá de un error mecánico o una falla humana individual. Este hecho nos obliga a reflexionar sobre algo que desde hace años venimos perdiendo: el sentido del deber cívico y de responsabilidad colectiva.
La información que circula en medios de comunicación y redes sociales apunta a que el conductor del vehículo que transportaba la pipa de gas viajaba a exceso de velocidad, posiblemente para cumplir con tiempos de entrega o simplemente por imprudencia. Ese mero acto, unos cuantos segundos de negligencia o falta de deber de cuidado, fue suficiente para detonar una bola de nieve. Y eso debería bastarnos para comprender que, aunque a veces nuestros legisladores no son muy brillantes, las normas y leyes no son simples formalidades, sino compendios de prevención que, en la mayoría de los casos, logran salvaguardar vidas.
Sin embargo, no basta con que el Estado emita leyes. No basta con que la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México actúe y muestre su capacidad de respuesta, pero el problema deriva más en otro tipo de problema.
Lo que esta tragedia pone sobre la mesa es una realidad social que no podemos seguir ignorando: la cultura de la ilegalidad, del “no pasa nada”, del “hazlo rápido y que no te cachen”, se ha vuelto parte del tejido cotidiano en muchos sectores de la población. Y esa normalización de la imprudencia nos está matando.
Con dolor lo digo: hoy en México, el civismo parece haber muerto. ¿Dónde quedaron los valores que nos enseñaban en casa, en la escuela, en nuestra sociedad? ¿Dónde está esa conciencia de que cada acción, por mínima que parezca, tiene consecuencias reales? Cuando un conductor decide ir más rápido de lo debido, cuando una empresa omite capacitar correctamente a su personal, cuando una autoridad finge inspeccionar, todos esos factores se unen en una cadena fatal.
Como abogado penalista, entiendo el peso que tiene el proceso penal, una investigación, la amenaza de castigo; sin embargo, ello no es suficiente. Hay que prevenir y, para prevenir, hay que educar. Urge una actuación colectiva nacional de recuperación del civismo, de respeto a las normas, de responsabilidad solidaria. No es exageración decir que están vidas en juego.
No quiero terminar estas líneas sin reiterar mis más sentidas condolencias a las familias de las víctimas. Nada de lo que diga o se investigue les devolverá lo perdido. Pero sí creo, con toda convicción, que si esta tragedia sirve para despertar conciencias, para exigir mejores condiciones y para retomar el camino del deber cívico, entonces no habrá sido en vano.