Cuando en 1994 se firmó el TLCAN, Estados Unidos se veía a sí mismo como el centro indiscutible del mundo. La URSS ya había colapsado, China aún parecía un gigante dormido y la globalización prometía beneficios mutuos bajo reglas de eficiencia. Tres décadas después, la ecuación cambió. Hoy la principal obsesión estratégica de Washington no es el terrorismo ni Rusia, sino Pekín.
El programa 60 Minutos de CBS, de agosto de este año, recordó algo que en los círculos de seguridad se sabe desde hace tiempo. China no solo cuenta con una maquinaria cibernética de espionaje sin precedentes, sino que también tiene la mayor red de espías humanos en suelo estadounidense. Reclutadores que se infiltran en universidades pagan por información militar y por intentos de penetrar laboratorios y centros de investigación. Para el ciudadano común, esto suena a guion de Hollywood, pero para el gobierno norteamericano es una amenaza concreta que erosiona la ventaja tecnológica y militar que durante décadas le dio tranquilidad.
El espionaje es solo una pieza de un rompecabezas. China juega en varios tableros a la vez. Mientras sus agentes buscan secretos en California, sus fábricas inundan al mundo con autos eléctricos, paneles solares y baterías a precios imposibles de igualar gracias a subsidios gubernamentales. Mientras Washington debatía si prohibir TikTok, esa aplicación recopila datos de millones de jóvenes estadounidenses y moldea tendencias culturales a un ritmo que no existe forma de contrarrestar. Mientras en Silicon Valley se habla de libertad creativa, Pekín invierte miles de millones en inteligencia artificial con el objetivo de dejar de depender de Occidente y fijar estándares propios.
A todo esto hay que sumar un frente que en EU preocupa cada vez más. La frontera mexicana como zona de infiltración de China. Se trata de mercancías que entran de México, de la presencia creciente de capitales y de redes chinas en sectores estratégicos. Desde empresas que buscan instalar plantas en el norte de México para aprovechar el acceso preferencial al mercado norteamericano, hasta flujos financieros vinculados al lavado de dinero a través de la minería o de precursores químicos para el fentanilo. Pekín ha encontrado en México no solo un socio comercial sino también un corredor logístico y financiero que abre una puerta lateral al mercado estadounidense.
Para EU, la amenaza china ya no puede leerse como “competencia económica”. Es una estrategia integral que combina comercio, espionaje, geopolítica, tecnología, cultura y diplomacia. El Partido Comunista Chino no oculta su ambición de alcanzar la paridad en 2049, año simbólico del centenario de la República Popular. El “sueño chino” de Xi Jinping es, en esencia, un proyecto de desplazamiento. Dejar de ser una fábrica de baratijas para ser un referente global en manufactura avanzada, telecomunicaciones y defensa.
Por eso el actual gobierno en Washington justifica su nerviosismo. Si China logra controlar las cadenas de suministro críticas, dominar la infraestructura digital, infiltrarse a través de la frontera sur y, al mismo tiempo, erosionar la seguridad de Estados Unidos desde dentro, el siglo XXI podría ser recordado como el de la transición hegemónica.
El problema es que mientras se reconoce la amenaza, las respuestas a menudo son reactivas. Prohibir una aplicación, imponer aranceles puntuales o restringir la venta de chips puede dar titulares, pero no cambia la dinámica estructural. China no solo juega a corto plazo sino que juega con la paciencia de quien sabe que el rival duda entre defender el libre mercado y aceptar que la seguridad nacional exige proteccionismo selectivo.
¿Exagera Estados Unidos? Difícilmente. Las pruebas de espionaje son tangibles, los ciberataques constantes, la infiltración vía México cada vez más visible y las maniobras industriales demasiado obvias. La pregunta real es otra: ¿Qué hará Washington para evitar convertirse en el segundo lugar en una competencia que no perdona medias tintas?
El fantasma chino ya no ronda solo en los despachos de la CIA o del Pentágono. Está en cada decisión de política industrial, en cada universidad vigilada, en cada app que parece inofensiva pero recolecta datos masivos, en cada contenedor que cruza la frontera con una etiqueta de “Hecho en México”. La amenaza no es un ejército en la frontera, sino un enjambre de estudiantes, ingenieros, diplomáticos, empresarios y algoritmos que, actuando en conjunto, buscan cumplir un mismo objetivo: desplazar a Estados Unidos del centro del tablero global.
¿En qué momento México deberá decidir si continúa jugando a la ambigüedad estratégica o si define con claridad qué lugar quiere ocupar en la competencia entre EU y China? En los años noventa muchos se rieron de la idea de que Pekín algún día pudiera igualar a Washington. Hoy, nadie se ríe.