Eduardo Guerrero Gutiérrez

Matamoros: ¿la gota que derramará el vaso?

Detrás de toda esta nebulosa de agitación y vocerío políticos podrían estarse anunciando cambios de gran calado en los tradicionales esquemas institucionales.

Por las consecuencias de largo plazo que podrían tener, los trágicos eventos de la semana pasada en Matamoros podrían significar un hito en la evolución, tanto de la política de seguridad de México, como de los esquemas de cooperación que México y Estados Unidos han seguido en esta materia. El asesinato de dos ciudadanos estadounidenses minutos después de que se internaran en nuestro territorio, por un escuadrón criminal perteneciente a Los Escorpiones (escisión de lo que fue el Cártel del Golfo), exhibe, una vez, más la conocida anemia crónica que padecen nuestras fuerzas de seguridad en varias zonas del país. Pero estos asesinatos, en los que las víctimas fueron ciudadanos norteamericanos, serán exhibidos como evidencia de que la violencia criminal de México cobra nuevo auge, lo que afecta ya directamente la integridad física de los estadounidenses que visitan o viven en nuestro país. Este tema, sumado a varios otros que en los últimos años han generado severas tensiones en la agenda bilateral, empiezan a considerarse, en conjunto, una amenaza mayor a la seguridad nacional de Estados Unidos.

La violencia de la que fueron víctimas nuestros visitantes de Carolina del Sur es un agravio más, entre los que Estados Unidos ha utilizado recientemente, para ejercer mayor presión sobre el gobierno mexicano. Si volteamos un poco atrás, un primer agravio tuvo que ver con el crecimiento de las caravanas de inmigrantes ilegales que cruzaban México para arribar a Estados Unidos. A mediados de 2019, Trump acusó a México de propiciar esa avalancha y amagó con militarizar la frontera, con construir un enorme muro e, incluso, con imponernos tarifas arancelarias. México fue receptivo a estas presiones y destina actualmente 47 mil elementos militares y de la Guardia Nacional a tareas de control migratorio, con un saldo de casi 350 mil migrantes detenidos tan sólo el último año –según cifras oficiales citadas por Manu Ureste en Animal Político–.

Hacia finales de 2019, Trump y su equipo dieron otro manotazo en la mesa y exigieron a México debilitar a las organizaciones criminales que, según ellos, producían fentanilo y lo transportaban a Estados Unidos. México reaccionó también rápido al reclamo y elevó considerablemente las detenciones de delincuentes de alto perfil, especialmente aquellos ligados al Cártel Jalisco Nueva Generación, la coalición criminal más grande y violenta del país. También, en coordinación con la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) del Departamento del Tesoro, las autoridades mexicanas congelaron cientos de cuentas de empresas presuntamente vinculadas con organizaciones criminales. Sin embargo, a pesar de todas estas acciones, la provisión de fentanilo a distribuidores y vendedores en Estados Unidos continuó su trayectoria ascendente, pues las muertes por sobredosis crecieron hasta llegar a 110 mil en 2022 (de las cuales 70 mil fueron por fentanilo). Este incremento escandaloso de las muertes por sobredosis ha contribuido a gestar una coalición de legisladores, en su mayoría republicanos, que ejerce una tremenda presión sobre las agencias antidrogas y de inteligencia (DEA y FBI, especialmente) para reducir el tráfico de drogas desde México.

Estas presiones se escucharon claramente en la audiencia de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, presidida por el republicano Bob Menendez, sobre las medidas para frenar el tráfico de fentanilo. En esa audiencia del pasado 15 de febrero varios legisladores fueron sumamente críticos sobre el mal desempeño de México en materia de seguridad y de las propias limitaciones de las agencias de su gobierno para enfrentar la epidemia de fentanilo. En esa audiencia, Menendez declaró incluso que si no conseguían la cooperación de México para luchar contra los cárteles “por las buenas”, entonces tendrían que conseguirla “por las malas”. En ese mismo tono su colega Lindsey Graham se refirió el jueves pasado a México como un “narco-Estado”. Finalmente, el pasado 2 de marzo, William Barr, exprocurador de Estados Unidos, publicó un texto en el The Wall Street Journal donde expone sus razones para apoyar una resolución legislativa, promovida por los diputados Dan Crenshaw y Michael Waltz, que busca otorgarle al presidente de Estados Unidos la facultad de disponer del Ejército para atacar a los cárteles mexicanos. De acuerdo con Barr, Estados Unidos no sólo está pagando un precio altísimo en vidas humanas por el tráfico de drogas, sino que paga más de un trillón de dólares anuales por costos indirectos. Por otra parte, el presidente López Obrador ha respondido a estos señalamientos, algunos de los cuáles carecen del mínimo rigor, con denostaciones y amenazas que sólo arrojan gasolina al fuego.

Sin embargo, me parece que detrás de toda esta nebulosa de agitación y vocerío políticos podrían estarse anunciando cambios de gran calado en los tradicionales esquemas institucionales con los que ambas naciones han trabajado hasta ahora. Un primer consenso fundamental que emerge es evidente: nadie está satisfecho con los resultados de lo que se ha venido realizando. Una vez que se asienten los ánimos y el diálogo reemplace al ruido, el trágico evento en el que Shaeed Woodard y Zindell Brown fueron asesinados en suelo mexicano podría ser crucial para que las autoridades de México y Estados Unidos regresen a la mesa de negociaciones con una perspectiva más madura, con una visión más audaz y creativa, que nos permita avanzar en nuevas fórmulas de cooperación y apoyo que trasciendan moldes tradicionales. Si esto llegara a suceder, estaríamos, quizás, en una etapa muy temprana todavía, pero ya en la vía de construir lo que en unos años podría conocerse como el nuevo Tratado de Seguridad y Protección para América del Norte. Sobre este escenario reflexionaré la próxima semana.

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