Cuando el gobierno federal anunció un nuevo plan para pacificar Michoacán, la pregunta obligada no es cuántos soldados enviará ni cuántos recursos destinará.
La pregunta —la que realmente define si funcionará o no— es otra: ¿qué contrato social está tratando de reemplazar? ¿Será exitoso? Porque en Michoacán, como lo ha mostrado la investigación académica, la violencia no se entiende sin mirar los pactos informales que han gobernado la vida diaria durante años.
El Plan Michoacán por la Paz y la Justicia, presentado por Claudia Sheinbaum con más de 57 mil millones de pesos, llega con la promesa de una intervención integral. Suena bien y es necesario.
Pero también es un riesgo: si no se interviene sobre el contrato social criminal que ha operado históricamente en el territorio, podemos repetir el ciclo de planes ambiciosos que no transforman nada.
La investigación de Joel Salvador Herrera en Journal of Latin American Studies es reveladora. Su argumento central es que en regiones como Tierra Caliente existió durante años un contrato social informal entre comunidades y organizaciones criminales.
No es la simple historia del “Estado ausente”: es la presencia de un orden alternativo, ilegal y coercitivo, pero orden al fin. Grupos como La Familia Michoacana mediaban conflictos, regulaban la violencia y ofrecían una forma de certidumbre que el Estado nunca garantizó.
Ese pacto se rompió cuando Los Caballeros Templarios llevaron la depredación —extorsiones, despojos, cobros— a un punto intolerable para todos.
El trabajo de Romain Le Cour Grandmaison, particularmente su análisis sobre la evolución de las autodefensas, añade una capa más al análisis. Mientras Herrera explica por qué surge la rebelión, Romain explica qué ocurre después.
Su hallazgo clave es la aparición de los “brokers violentos”: líderes de autodefensa que, tras expulsar parcialmente a un grupo criminal, se transformaron en intermediarios armados entre el Estado y las comunidades.
Es decir: ocuparon el espacio del “contrato” sin desmontar su lógica. No eran Estado, pero tampoco ya solo vigilantes; eran operadores con poder territorial.
Esa figura del broker nos obliga a mirar la historia reciente con más cuidado. Cuando el gobierno federal trató de institucionalizar a las autodefensas en 2014, muchos de esos líderes terminaron reciclándose en nuevas redes de poder, a veces legales, a veces no tanto.
Lo que Romain muestra es incómodo pero cierto: el Estado no reemplazó el contrato criminal; simplemente negoció con sus nuevas versiones. Y así, poco cambió en el fondo.
Esto tiene consecuencias directas para el plan actual. Si hoy se refuerza la presencia federal sin transformar los incentivos locales, corremos el riesgo de crear nuevas élites intermediarias, nuevos “brokers”, nuevos pactos que no necesariamente fortalecen al Estado.
Por esa razón, el Plan Michoacán necesita una pregunta guía: ¿qué contrato alternativo está dispuesto a ofrecer el Estado?
Uno que dé a las comunidades lo que hoy obtienen a la fuerza: certeza, reglas, justicia, protección. Si ese pacto no existe, o no es creíble, el territorio seguirá gobernado por acuerdos informales, ahora bajo otros nombres.
La evidencia está ahí. Herrera nos explica por qué se rompe el contrato. Romain nos muestra quién ocupa su lugar cuando el Estado no lo hace. Y una larga literatura sobre Michoacán ha documentado cómo los vacíos institucionales del pasado produjeron las distorsiones del presente.
No estamos a ciegas. Lo que ha faltado no es información; es decisión.
Michoacán es el laboratorio donde se han ensayado casi todas las estrategias federales de seguridad del país. Ninguna ha sido plenamente transformadora porque ninguna ha sustituido el contrato criminal por un contrato estatal sólido.
Es ahí donde se juega el éxito o fracaso del nuevo plan. El Estado puede ganar presencia, puede capturar liderazgos criminales, puede incluso desarticular redes, pero mientras no ofrezca un pacto mejor, los viejos acuerdos reaparecerán con otros nombres.
Por eso vale decirlo sin rodeos: sin un nuevo contrato social no hay paz.
La paz no es un operativo, ni un anuncio, ni una inversión pública. La paz es un pacto aceptado, legítimo y verificable entre el Estado y las comunidades.
Si el Plan Michoacán no logra construirlo —y construirlo con evidencia, con diagnósticos locales y con una lectura fina de cómo se organiza el poder en el territorio— corre el riesgo de ser un nuevo capítulo en la larga historia de intervenciones que no tocaron la raíz.
La gran diferencia hoy es que ya sabemos lo que no funciona.
La responsabilidad del Estado es actuar como si lo supiera.