El autor es abogado especializado en litigio anticorrupción.
El control de la corrupción en cualquier país depende, en buena medida, de la existencia de leyes y de autoridades con competencias para prevenir, investigar y sancionar los actos indebidos. Sin embargo, el fiel de la balanza en esa labor institucional es la voluntad política de los gobernantes para perseguir las faltas administrativas y delitos. En la administración de la presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, los casos de corrupción en Birmex (medicinas) y en la Marina (huachicol) podrían estar moldeando la voluntad del gobierno para controlar la corrupción.
Al hablar de los elementos necesarios para enfrentar este fenómeno, en Latinoamérica y el Caribe se han identificado ejes comunes en la mayoría de los países. Generalmente, los estudios sobre el tema se dividen en la legislación de cada nación, las autoridades (tanto su independencia como sus capacidades y competencias) y la implementación de políticas para combatir la corrupción.
En el reporte que año con año emite el Vance Center, relativo a la evaluación en materia de combate a la corrupción en Latinoamérica y el Caribe (aquí la última edición), en los países de la región se han encontrado deficiencias diversas. Entre las principales áreas de oportunidad se señalan: la falta de independencia de las agencias anticorrupción, la escasa participación de la sociedad civil, la limitada capacidad institucional, la poca claridad sobre las obligaciones específicas del sector privado, así como la ausencia de mecanismos eficaces de denuncia y de protección a alertadores, entre otros.
No obstante, un elemento común en prácticamente todos los países evaluados es la falta de voluntad política. Ya sea para investigar y sancionar actos indebidos, garantizar el acceso a la información, implementar las leyes anticorrupción, impulsar reformas o asignar recursos al desarrollo de políticas públicas, la ausencia de compromiso político resulta evidente.
Todos los sectores coinciden en que les falta a los gobiernos voluntad política para revelar la comisión de actos indebidos e investigarlos, especialmente cuando ocurren dentro de sus propias administraciones. Esa falta de voluntad suele estar condicionada por las posibles repercusiones en la popularidad de los gobernantes, en los intereses electorales de sus partidos o, incluso, en la complicidad o el beneficio derivado de los esquemas corruptos.
En lo que va de la administración de la presidenta Claudia Sheinbaum, dicha voluntad política podría estar comenzando a moldearse a raíz de escándalos de corrupción de gran envergadura. Entre ellos destacan los casos de la empresa gubernamental Birmex, vinculada a la distribución de medicinas, y de la Secretaría de Marina, señalada en temas de huachicol (robo de combustible de los ductos de Petróleos Mexicanos o PEMEX) y huachicol fiscal (manipulación de fracciones arancelarias para reclasificar mercancías y con ello evitar el pago de impuestos).
Estos son solamente dos ejemplos entre los cientos de casos que se conocen o se han denunciado (a los que habría que sumar aquellos aún no revelados). Sin perjuicio de ello, escuchar a un secretario revelar la corrupción de los marinos y declarar que “callarlo hubiera sido imperdonable” (aquí) o a un subsecretario reconocer la identificación de indicios de corrupción en la compra consolidada de medicamentos (aquí), podría interpretarse como un ligero movimiento en la voluntad política para enfrentar el problema.
Quedan multitud de pendientes en este tema, como la falta de protección de los alertadores de los actos indebidos (que, al menos en el caso de la Marina, ha traído consigo alegaciones de muerte como represalia a las denuncias, aquí) pero el reconocimiento explícito de la corrupción y su discusión pública pueden ser el primer paso hacia una política más decidida de combate a este fenómeno.
En este contexto, la verdadera prueba para la administración actual será transformar esas declaraciones y reconocimientos en acciones sostenidas (aquí): fortalecer las instituciones, blindar la independencia de las autoridades, garantizar la seguridad de quienes denuncian y, sobre todo, demostrar que la lucha contra la corrupción no distingue jerarquías ni cercanías políticas. Solo así podrá traducirse la voluntad política en resultados tangibles que devuelvan confianza a la ciudadanía.