En múltiples periódicos y revistas especializadas se habla sobre el efecto negativo del estancamiento de la economía a lo largo de este año.
El país podría llegar a crecer menos del 1% al final del presente ejercicio, en buena parte con motivo de los trastornos que ocasiona el sobregasto destinado a la manutención de los proyectos emprendidos por la administración pasada, o por la conservación de una multiplicidad de proyectos de asistencia social.
Muchas opiniones toman en cuenta, desde luego, la afectación que ocasiona la falta de certidumbre jurídica que ha venido a desencadenar la reforma judicial.
Los manuales más elementales de gobierno en el ámbito de promoción de la inversión del sector privado toman siempre en cuenta un concepto del que mucho se habla, mucho se propala, pero poco se comprende porque es abstracto y sumamente amplio: el Estado de derecho.
Conocer la existencia de reglas preconcebidas para determinar el límite de nuestros derechos y el alcance de nuestras obligaciones; ser sabedor de que tales reglas habrán de cumplirse; y de que, de no serlo, habrá una persona con facultades y legitimación suficiente para imponer su observancia y cumplimiento, incluso por medio de la fuerza, da seguridad a cualquier persona.
Quien aporta su capital para emprender actividades industriales o comerciales que pueden generar una mejoría, no solo a la sociedad, sino también a favor de su propio patrimonio, sabe muy bien lo que significa el riesgo y sus consecuencias; no obstante, nadie las desea.
La aplicación de recursos para la realización de actividades económicas generadoras de ganancias debe conducirse por las avenidas más lejanas a cualquier posibilidad de fracaso.
Uno de los principios en los que se apoya el Estado de derecho descansa en la sana división de poder y la asignación de competencias equilibradas, por las que se evita que en una sola persona recaiga la fuerza para imponer determinaciones absolutas.
Siempre es necesaria la revisión de legitimidad, justicia y legalidad alrededor de un acto de la autoridad que pueda llegar a vejar los intereses del particular.
Entre las reglas fundamentales que caracterizan la labor de los jueces —un medio puesto a disposición de la sociedad para garantizar su seguridad jurídica —, se encuentra la de “cosa juzgada”, que no es sino la fuerza irrebatible que llega a tener una sentencia o resolución una vez que se dicta por los órganos superiores encargados de administrar justicia, cuando no existe recurso previsto en una ley que pueda variarla.
Saber que el resultado de un juicio es final e incombatible da tranquilidad a las partes que intervinieron en él, pues constituye un cimiento firme o una verdad legal sobre la cual pueden edificarse nuevos planteamientos o negocios jurídicos.
El principio de cosa juzgada lo recoge nuestra Constitución en su artículo 23, al establecer que nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo delito, y se replica incontablemente en todas las normas procesales de orden civil, penal, administrativo y laboral en todos los órdenes de gobierno del país: federal y estatal.
En nuestro régimen de gobierno republicano no habría modo de cambiar ese paradigma, a menos que ese pilar constitucional fuera reformado, y se estableciera con claridad que un juicio terminado puede reabrirse. Evidentemente, si tal aberración pudiera llegar a implantarse, el daño a la seguridad jurídica del país y a nuestra economía sería fatal e irreparable.
A pesar de la enorme importancia que la “cosa juzgada” tiene para el entendimiento y función del Estado de derecho en México, la semana pasada se impuso un criterio de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación que trastoca muy negativamente la solidez de las sentencias ejecutoriadas (aquellas en contra de las cuales la ley no contempla un recurso por el que puedan ser modificadas o revocadas).
En una mayoría conformada por seis integrantes, se determinó admitir a estudio la posibilidad de aplicar, de manera supletoria, la figura de nulidad de juicio concluido cuando se alegue fraude; una figura prevista únicamente en materia civil, pero inexistente en materia mercantil.
La pregunta es inevitable: ¿Se puede realmente reabrir un caso y volverse a juzgar sobre méritos que ya se hubieran hecho valer y ya se hubieran calificado en un proceso en el que ya un órgano de justicia efectuó un pronunciamiento final? ¿Podría reabrirse incluso para el caso de que las partes interesadas hubieran omitido defender sus pretensiones, ejerciendo las acciones o haciendo valer la defensa que de acuerdo con la ley a sus intereses mejor convenga?
La ministra Yasmín Esquivel lo señaló con impoluta precisión al afirmar que no se pueden inventar nuevas instancias para analizar un caso ya juzgado si ni siquiera el legislador lo contempló.
No debe reabrirse en nuestro sistema de justicia ningún asunto ya decidido porque, como todo acto de autoridad regido por el principio de legalidad, para que pudiera procederse en esos términos debiera existir una norma que así lo contemple.
En México tal norma no puede existir, pues si así lo fuera, iría contra la letra de nuestra propia Constitución. La competencia de los tribunales llega hasta el punto en que la ley misma lo establece.
El daño que están por ocasionar al Estado de derecho si llevan adelante el criterio ya alcanzado, o para el caso de que este se amplíe al ámbito del derecho penal o administrativo, será históricamente demoledor y posiblemente irremediable.
He recibido comentarios de ejecutivos ligados a empresas extranjeras importantes, generadoras de empleo para el país, en las que la nueva condición de la SCJN se observa con más detenimiento y temor que la reforma judicial misma.
La reforma aprobada por el legislativo el año pasado, materializada en junio del presente, se tomó como un fuerte emplazamiento para ordenar las cosas y hacer las maletas. Estos actos atribuibles al judicial, a su máximo representante, podrían ser la llamada esperada para cerrar la puerta y emprender el viaje.