En la era digital, donde cada clic puede ser una moneda y cada publicación una transacción simbólica de poder, ha emergido una forma perversa de capital: la economía de la difamación.
Hoy, no se necesita verdad ni pruebas sólidas para destruir reputaciones; basta una narrativa viral, una imagen sacada de contexto o una campaña coordinada desde la oscuridad de perfiles anónimos para levantar un linchamiento digital.
Lejos de ser un fenómeno marginal, la difamación digital se ha convertido en una herramienta de guerra informal, política, cultural, empresarial en la que la veracidad queda supeditada al efecto inmediato: hacer daño.
Pero lo más llamativo de este modelo es que revela más del atacante que de la víctima. Tomemos el caso del músico y productor Aleks Syntek, con más de 35 años de carrera con múltiples reconocimientos, convertido en blanco constante de ataques descontextualizados y acusaciones que nunca se sostuvieron con pruebas concretas.
En su mayoría, las campañas que circularon en su contra se construyeron sobre viejos tuits editados, frases sacadas de contexto y un esfuerzo evidente por anclarlo en etiquetas negativas para satisfacer agendas personales o colectivas.
¿El objetivo? Cancelarlo, aislarlo, erosionar su credibilidad, se ha distorcionado la ética periodística en un mundo donde difamar vende, construir se vuelve un acto de resistencia. “construir vale más que destruir” y no es solo un principio ético, sino una apuesta por lo que perdura, y aun así hizo sold out en auditorio nacional.
La economía de la difamación no es exclusiva del ámbito personal o político. También se utiliza como arma empresarial.
En 2014, Uber fue acusado de lanzar una campaña de desprestigio contra Lyft, su principal competidor en Estados Unidos. Según investigaciones del New York Times, empleados de Uber habrían solicitado y cancelado más de 5.000 viajes en la app de Lyft para generar frustración entre los conductores, al mismo tiempo que difundían críticas falsas para dañar su reputación.
Esta táctica, además de poco ética, puso en evidencia una realidad: cuando una marca recurre al sabotaje y la mentira, no está ganando terreno… está mostrando debilidad estratégica.
La guerra sucia no siempre destruye al otro, pero sí deja cicatrices en quien la emprende. Otro caso reciente es el del fundador de OMLID Organización Mundial de Lideres, quien ha sido víctima de una campaña falsa carentes de fundamento. En redes circularon acusaciones infladas que, al ser examinadas con rigor, colapsan por su inconsistencia.
Curiosamente, en lugar de debilitarlo, estas campañas parecen confirmar el miedo detrás de “alguien” que su presencia genera entre quienes no pueden competir con argumentos ni propuestas reales.
El intento de ensuciar su imagen expone una fragilidad del otro lado: la incapacidad de enfrentar la disidencia o el talento desde un terreno limpio. Y aquí está la paradoja: en el fondo, una campaña de difamación mal orquestada es un síntoma de debilidad, no de poder.
Quien necesita fabricar historias, manipular pruebas o movilizar ejércitos de cuentas falsas no tiene fuerza argumental ni influencia legítima. Solo tiene miedo. Miedo a perder espacio, a ser superado, a quedar en evidencia.
Las redes sociales han permitido la democratización de la voz, pero también han facilitado el envenenamiento del debate público.
En esta economía de la difamación, donde la indignación se monetiza y la cancelación se convierte en deporte, es urgente cultivar el pensamiento crítico y la resistencia ética.
No todo lo que circula es verdad, y no toda campaña es espontánea. Hoy más que nunca, la reputación no se mide por lo que se dice de uno, sino por cómo se resiste a los ataques.
Y quienes sobreviven a la difamación con la frente en alto terminan más fortalecidos que nunca, porque su verdadera imagen es lo que se construye con hechos.